Domingo 11 de julio. La protesta
El 11 de julio estaba en mi casa haciendo música con un socio. Vivo en Bejucal, un pueblo que está debajo de Santiago de las Vegas y muy cerca de San Antonio de los Baños, donde comenzaron las protestas. Ya sabíamos que San Antonio y La Habana se habían calentado. Vimos que todos los pueblos estaban calientes, pero estábamos seguros de que en Bejucal no iba a pasar nada.
—Qué penco es el pueblo este de Bejucal. Aquí todo el mundo es penco. Aquí no va a salir nadie para la calle –decíamos, antes de darnos cuenta de que en la esquina de mi casa había cuatrocientas personas.
Cuando salimos vimos a un bulto de socios míos. Estaba gritando todo el mundo. Salí para allá y nos pusimos a gritar. Gritamos un bulto de consignas. A mí se me aguaron los ojos un bulto de veces de la bomba que tenían las consignas y de lo linda que era la gente que estaba ahí. Era algo muy emocionante.
La policía no salió hasta el final, hasta que Díaz-Canel dio la orden de combate esa. Todo estaba bien. Llegó mucha más gente, éramos como ochocientas. Aquello estaba muy caliente. Estuvimos frente a la unidad de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR). Cantamos allí el himno nacional a los policías. Cuatro de ellos estaban afuera mirándonos con tremenda mala cara.
—O’e policía, ¡pinga! –gritamos después, al irnos de allí.
Tremenda calentadera. Como soy músico tengo un darbuka (un tambor árabe). Lo empecé a tocar. Después se desintegró un poco la cosa. Nos quedamos menos gente. Entonces salieron los trabajadores del Estado a hacer sus manifestaciones ahí. Traían una conga. Yo me puse a bailar con la conga y a decirle a los músicos que no tocaban bien.
Lunes 12. El arresto: “¡Me sacaron de mi casa desnudo!”
Al otro día, el lunes 12, me desperté a las cinco de la mañana con un nervio que tuve de pronto. No sé por qué. Como a las seis de la mañana se parqueó una patrulla frente a mi casa. Tocaron la puerta. Mi papá abrió, nervioso. Vino a mi cuarto y me dijo que la policía me estaba buscando.
Me levanté para vestirme, estaba desnudo, y de pronto el policía estaba metido en mi cuarto. Caminó toda la sala, subió la escalera, llegó a mi cuarto y me dijo:
—Dale que te vas
—¿Dónde está la orden de arresto? Esto es allanamiento. ¿Dónde está la orden para que puedas entrar a mi casa? Tú no puedes entrar a mi casa.
—Dale que te vas.
—No, no me voy.
—Dale, vístete, que te voy a llevar.
—Hasta que no me enseñes la orden de arresto yo no me voy para ningún lado.
El señor policía, con el número de identificación 31033, me cogió por el pelo, así, desnudo, yo estaba completamente desnudo. Me puso las esposas y me bajó por la escalera. Me sacó de mi casa, en cueros, y me montó en la patrulla, donde estaba otra persona que habían recogido antes.
Así desnudo me llevaron desde Bejucal hasta San José de las Lajas. Estamos hablando de más de veinte kilómetros. Esa gente me llevó hasta allá. La patrulla parqueó en un lugar que le dicen El Técnico. Yo creo que tiene que ver algo con la Seguridad del Estado. Es como una estación de policía con un calabozo preparado para que te sientas mal y hables. Es muy común que la gente espere el juicio ahí.
Ahí apareció un bulto de mayores y de gente con cargos. Yo estaba metido adentro de la patrulla con el otro señor que tenía las manos moradas por las esposas. Se le estaba trancando la circulación. Me quejé mucho por eso. Esa gente no hizo ningún caso. Me alteré y empecé a gritarle a esa gente que aquello era un secuestro. Porque era un secuestro.
—¡Me sacaron de mi casa desnudo! ¡Sin una orden! ¡Tienen que sacarme de aquí! ¡Esto es un secuestro! –les gritaba.
Ellos se reían. Los mayores y toda esa gente se reían. Y yo allí desnudo. Una cosa un poco loca. Como a los quince minutos de estar allí, mientras gritaba un bulto de cosas, cogieron al Bolo, la otra persona que estaba conmigo, y lo intentaron bajar de la patrulla a la fuerza.
El Bolo tiene unos tornillos en las piernas. Tuvo un accidente y le pusieron unos hierros. Es un lisiado. Es cojo. Es una persona enferma. Realmente es un alcohólico y tiene problemas. El policía lo cogió como si él no pudiera mover los pies.
—Pero déjame moverme. Puedo bajarme del carro solo –le dijo el Bolo.
El tipo empezó a agarrarle las piernas con tremenda pesadez. Por gusto. Y en eso le rozó el miembro.
—O’e, ¡no me toques la pinga! –gritó el Bolo.
Y el loco cogió y le dio un manotazo durísimo por la pinga.
—Oiga, oficial, ¿por qué usted le da golpes al señor? –le dije al policía.
El mismo oficial (nuestro 31033) me cogió por el pelo y me arrastró hacia afuera de la patrulla. Me sacó por los pelos. Repito: estaba desnudo completamente. Todo eso fue delante de los mayores. Realmente no retuve bien qué cargos tenían, pero el que recuerdo tenía una estrella. Los otros no sé. Era gente con cargos. Yo suponía que delante de esa gente él no me iba a tratar tan mal como lo hizo en mi casa, porque eso es ilegal, pero fue todo lo contrario.
31033 sacó la tonfa. Yo desnudo. Me cogió por el pelo y empezó a empujarme. Me metió por el pasillo de ese lugar. Delante de todos los policías y los mayores, el tipo empezó a darme por las nalgas. Durísimo. Cinco tonfazos mientras me empujaba por el pasillo. Todos lo vieron, y los que iban delante dándome la espalda, lo oyeron, porque él gritaba: “¡Vamos, camina!”, y cosas así.
“Esta gente se está cagando en todo”, me dije en ese momento.
Los mayores lo autorizaron, no me quedan dudas. Y él me tenía ganas porque en el carro yo estuve diciendo muchas cosas. Desde quejas por el trato hasta poemas de Martí, Guillén y míos.
Yo realmente pensé que esa gente ni me iban a llevar preso. Cuando me sacaron de mi casa supe que había algo raro, pero pensé que me iban a soltar el mismo día, que era una cosa normal. Pero cuando me empezaron a dar tonfazos me di cuenta de que estaba en una situación que no me esperaba.
Cuando pude sentarme en algún momento, medité. A mí aquello no me cabía en la cabeza. Esa gente me hablaba y yo no le hacía ningún caso. Lo primero que hice fue pedir que me dejaran llamar a mis padres para decirles que estaba bien.
—No, no tienes derecho a hacer una llamada –se rieron de mí.
Lo otro que dije fue que tenía derecho a un abogado.
—No, no tienes derecho a un abogado.
Aproveché ese momento para preguntarles:
—¿Por qué el policía me sacó de mi casa sin una orden de detención?
—El policía no tiene que tener una orden de detención. Puede entrar a tu casa y cogerte –aseguraron.
La injusticia es muy grande. Un policía puede venir, cogerte por el pelo, sacarte de tu casa y hacer lo que le dé la gana contigo. El policía puede hacer cualquier cosa. Se sabe: eso es lo que sucede en este país.
El Bolo seguía un poco pesado. Le seguían dando. Yo me empecé a portar bien.
En algún momento me tiraron un mantel sucio para que me tapara. Mi reacción fue quitármelo de arriba. Me gritaron que tenía que ponérmelo. Me lo puse como una toalla. Me preguntaron mi nombre y mi número de identidad. Eso mismo me lo preguntaron quince policías. Te hacen la misma pregunta 15 mil veces.
Les dije que me sentía mal. Realmente me sentía mal. Llevaba dos días sintiéndome mal. Tenía como un catarro. Me pasaron para la enfermería. Me pusieron el termómetro. Tenía 37 y medio de fiebre. Este es un dato importante para lo que va a suceder después.
Hasta ese momento tuve el mantel enrollado en el cuerpo. Fue la enfermera quien le pidió al policía que me trajeran ropa: una camisa y un pantalón de preso.
Después de eso un instructor me hizo una entrevista. Me trató bien. Puso en el papel que yo estaba colaborando. Colaborando, no chivateando. Me dijo que me estaban acusando por desorden público, nada más. Ahí dije que quería una mejoría para el país, que si el gobierno iba a mejorar el país yo estaba contento.
Entonces vino un gordo jovencito. Después me enteré de que era de la Seguridad del Estado. Vino con muy mala forma, pero cuando le dije que era estudiante el tipo se puso a conversar conmigo. Me dijo que era cantante, qué sé yo. El trabajo del tipo era darme una muela ahí.
—Yo lo que hice fue pedir libertad –le dije.
Me respondió de una manera muy cómica:
—¿Tú estás pidiendo libertad? Si tú fuiste libre de salir para la calle y gritar “¡Libertad!”
—Sí, señor, pero ahora mismo tengo puestas unas esposas, ¿sabe?
En otro momento me dijo:
—Nosotros somos muy buenos. No te vamos a acusar ni de propagación de epidemia ni de exhibicionismo porque nosotros somos muy buenos. Fíjate qué bueno somos nosotros.
Mencionó lo del exhibicionismo porque en la protesta, en algún momento, me quité el pulóver. Pero eso se lo conté yo, ellos no lo sabían. No tenían comunicación con los otros policías. A esta conclusión llego por lo que ellos mismos me decían.
Yo no agredí a nadie ni tiré piedras. Están quemados. Esa gente está completamente quemada. Te repiten una y otra vez la misma muela. Muela, muela, muela y muela.
Al final lo que pusieron en el papel es que me están acusando por desorden público. El instructor me explicó que eso puede castigarse con un mínimo de tres meses de cárcel y hasta un máximo de un año.
—Pero puede que te suelten hoy mismo –me dijo.
Después me llevaron para la celda. Tenía tres por tres metros. Era un espacio tan pequeño que el agua de la ducha caía en la letrina. Caía encima del excremento. Todo eso salpicaba. Ahí meten a las personas hasta tres meses. Es un lugar horrible. No te da la luz por ningún lado. Sabes que es de día por algún reflejo. Es realmente un lugar muy desagradable.
En la celda estuve junto al Bolo. El Bolo es un expresidiario. Había estado tres meses preso en esa misma celda. Ahí me enteré de que conocía a mis padres. Nos hicimos socios.
—Esa fiebre que tienes te puede ayudar a salir. Aquí vamos a estar mucho tiempo –me dijo.
Yo estaba seguro de que iba a salir ese mismo día.
—Vamos a mover eso de la enfermedad –insistió.
Él también se sentía un poco mal y se metió debajo de la ducha. Al salir no se secó.
—Pa’ enfermarme –dijo.
Me volvieron a poner el termómetro y tenía 38 y medio de fiebre. Eran como las diez de la noche. Me llevaron a hacerme un antígeno rápido y dio positivo a la COVID-19.
Al final del día pusieron en esa misma celda a Mario Miguel García Piña, trovador de aquí de Bejucal. Es el director del grupo Enfusión. También había participado en la protesta. Es una persona mucho mayor que yo, tiene casi 40 años. Lo quiero mucho. Hermano mío. Y a Omar, un muchacho que tampoco había hecho nada. Estuvo en la protesta y gritó, pero más nada.
A Michel y a Roberto Chaviano Cabrera, el historiador de Bejucal, los pusieron en otra celda. En otra estaba Luisito, un muchacho como de mi edad, llegó allí antes que yo, es el novio de Rocío. A ellos dos los conocí ahí. Rocío se plantó y estuvo allá adentro cuatro días sin comer. Había otra celda con dos personas de Quivicán.
En la noche me dijeron que iban a llevarme para un centro de aislamiento. Me puse contento. Me montaron en un yipi. Eran las once de la noche. Cogimos carretera. Quince o veinte minutos. Parqueamos frente a un portón verde. Abrieron el portón verde y detrás había alrededor de sesenta militares. Una cosa que daba un poco miedo. Un miedo que no te puedo explicar. Sesenta militares. Yo los miraba y decía:
—¿Pero, y esto qué cosa es?
El tipo que me llevaba, un militar ahí, un tipo muy fuerte, tenía todo el tiempo una cara… No le respondía a nadie que le hablara. Estaba como en otro planeta. Le gustaba, parece, tocarme por el hombro y guiarme. Cuando me iba a tocar pa’ bajarme del carro todos los militares gritaron:
—¡No lo toques! ¡No lo toques! ¡No lo toques!
Cuando bajé en medio de aquella gente me gritaron:
—¡Párate aquí!
—Buenas noches –les dije.
—Buenas noches –me respondieron con muy mala cara.
No me tocaron. Yo estaba enfermo. Daban mucha importancia a mantenerse muy lejos de mí.
Apareció un tipo. Después supe que era el jefe de la prisión. Cruzata. También supe después que aquella era la “prisión del sida”. Así le dicen porque ahí tenían antes a presos infectados con esta enfermedad. Es una prisión muy grande, muy grande, muy grande.
Ese tipo me habló muy mal, me gritó mucho y me mandó para una esquina. Me dijo que me desnudara. Me desnudé, normal. Yo había llegado desnudo a la otra unidad, ya no tenía ninguna pena con esa gente.
Al final no me revisó ni nada. No me hizo nada. Me vestí de nuevo. Ya tenía, más o menos, 39 de fiebre. Me estaba subiendo, me sentía muy mal. En mi cara se notaba que estaba enfermo. Esa gente me seguía gritando muy fuerte. Esa gente me estaba poniendo el dedo de madre.
Por ejemplo, me acuerdo de un policía que era un chamaco y me gritaba:
—¡Párate aquí!
Para llegar hasta el lugar que me indicaba tenía que dar como tres pasos. En esos tres pasos me gritó dos veces más con muy mala forma:
—¡Párate aquí! ¡Párate aquí!
En algún momento me entraron por un pasillo oscuro. Doblamos por otro pasillo, por otro pasillo y por otro pasillo. Le gritaron a uno que estaba por ahí:
—O’e, ¡llévalo y mételo en una celda solo!
“Estar en una celda solo es como estar en un hueco”, pensé, aunque ese fue el lugar más cómodo en el que estuve. Era como una enfermería abandonada al lado de unas celdas. Todo sucio, todo cochino, todo asqueroso, pero tenía tres habitaciones, una cama de hospital y ventanas, desde donde se podía mirar para afuera.
Como yo no tenía el PCR y sólo me habían hecho la prueba de antígeno no me podían poner junto a otros presos. Realmente aquí me sentía más cómodo, pero la verdad es que tenía miedo.
Esa noche yo había llegado con fiebre allí y no me pusieron un termómetro ni me preguntaron cómo me sentía ni nada. Supuestamente me llevaron para allí porque estaba enfermo. Esa gente me trataba como un perro con lepra. Me tiraron ahí. Me dieron un colchón a las dos de la mañana. Pero no se les ocurrió darme una sábana para taparme. Cuando les pedí la sábana me dijeron que no, que no me la podían dar.
Luego me pusieron un interferón y me dieron una pastilla. Una duralgina, según me dijeron. Yo no recordaba el nombre de la duralgina, pero recuerdo que vi en el estuche la palabra “sódico”. No sé lo que era, pero estaba buenísima la pastilla porque me bajó la fiebre al momento.
Martes 13. Segundo día de arresto en la “prisión del sida”
El martes 13 me desperté en la “prisión del sida”. A las siete de la mañana. Una mañana muy bonita. Tenía un bulto de ventanas para ver. Me puse a decirle poemas a los pájaros, en mi talla.
La comida ese día no estuvo mala. No vino ningún policía. No vino ningún médico. No vino nadie a verme, excepto para hacerme el PCR. A mí me parecía grave que nadie me visitara, porque en ese momento yo tenía coronavirus. Pero después me di cuenta, unos días después, de que estuvo mejor que no se aparecieran por ahí.
Trajeron a Mario, el trovador amigo mío. Lo trajeron también con un antígeno positivo. No lo pusieron en mi celda. Lo pusieron en otra, más lejos, pero podíamos comunicarnos un poco. También me comuniqué con unos reclusos y supe que todos los presos con coronavirus de Mayabeque los guardan en la “prisión del sida”.
Dos presos fueron importantes para mí: Adonis, el que traía la merienda, y el Yimy, que repartía la comida. Al inicio no sabía que eran presos. Pensaba que eran militares, por eso no tuve mucha talla con ellos el primer día.
La merienda estaba rica. Un pan ahí con cualquier cosa y refresco de mango. Yo no tenía hambre porque el interferón te la quita.
Ese día por la tarde limpié la celda. Por eso me dio mucha tos. Por eso y porque llovió y la humedad se puso muy mal. Me sentía mal. Tenía 39 de fiebre seguramente y el doctor no había pasado nunca por ahí. Me puse a gritarle al guardia para que llamara al doctor. Grité, grité, grité y grité. Ya eran como las once de la noche. No apareció nadie. “Si a mí me da una cosa aquí me muero”, me dije.
Sabía que no me iba a morir, pero estaba enfermo de coronavirus y eso podía empeorar. Estaba en un lugar sin ninguna seguridad. Muchos derechos higiénicos se violaban ahí. Por ejemplo: no me dieron cuchara, estuve cuatro días comiendo con la mano. No tenía jabón porque se me había quedado en El Técnico. No tenía cómo lavarme las manos. No me dieron una sábana para taparme. Dormí en un colchón pelado, con sarna, con cosa fula.
Miércoles 14. Tercer día de arresto en la “prisión del sida”
La humedad era descomunal.
—¿Aquí no me da el sol? –le pregunté al guardia.
—No.
Creo que es un derecho de cualquier persona del mundo recibir sol, porque esa es la vitamina D. Pedí que me dieran agua para tomar.
—Te podemos dar agua, pero no tenemos en qué dártela –me dijo el guardia.
Los presos que estaban al lado me resolvieron dos pomos chiquiticos. Estaban todo prietos del churre. Los limpiaba y los limpiaba y no se les caía el churre. Una cosa prieta. Realmente creo que ellos me los dieron como para ver si yo me la iba a tomar ahí o no. Pero yo no creo en nada y me tomé el agua normal.
El agua que me dieron era de la pila. Me di cuenta porque estaba caliente y sucia. Por eso no les pedí más y la cogía de una pila que había en mi celda. El agua salía con unas pelusas blancas. Con solo verla te dabas cuenta de que esa no se podía tomar. Y uno estaba enfermo de coronavirus.
La fiebre, más que asustarme, me empingaba, porque me daba cuenta de que estaban violando mis derechos. Me trataban como un perro enfermo. A esa gente no le importaba absolutamente nada cómo yo me sentía. Venía una enfermera, me inyectaba el interferón y no me preguntaba cómo me sentía. Eso a mí no me cabe en la mente.
Los otros presos me decían:
—Chama, no te quejes. Esto es el tanque, normal.
Ese día por la noche conocí a un médico. Tuve que dar tremendo berro para que apareciera. Un muchacho agradable, pero me dijo que no podía atenderme porque estaba muy cargado de trabajo. No era militar. Ese muchacho, pobrecito, se tenía que meter siete días allá adentro, después siete días aislado, y luego cinco días en su casa. Y después volvía a lo mismo. Pobrecito, estaba más preso que yo. Probablemente estuvo más tiempo que yo ahí. No, estuvo más tiempo.
Le di el berro al médico y me resolvió una sábana. Me dieron dos pastillas más. Me pusieron el interferón el lunes por la noche y este miércoles. El interferón te lo ponen un día sí y uno no.
Adonis, el preso que me traía la merienda, me contaba más o menos lo que sucedía en la calle. Él tenía acceso al teléfono. Me decía que la gente estaba tirada para la calle. Eso era verdad. Pero hizo mucho hincapié en las lanchas que estaban parqueadas para recoger a la gente en el Malecón. A mí no me importaba eso. Pero como uno está allá adentro y no sabe nada se coge el cuento. La idea que me daba era que venía gente para Cuba. La idea de la intervención famosa esa. Por supuesto que no estoy de acuerdo con eso. Me parece una locura. No quisiera que eso pasara nunca. Realmente él me lo decía y yo no le creía.
Me contaba que a la prisión entraban todos los días guaguas y guaguas y guaguas llenas de gente. Por eso el médico estaba muy ocupado. Adonis sabía cuánta comida se movía para acá y para allá. Me decía que entraban más de cien personas diarias. Eso me daba una idea de lo que estaba sucediendo en la calle.
Jueves 15. Cuarto día de arresto en la “prisión del sida”
El jueves 15 me desperté un poco enfermo, pero mejor. Estaba bien de ánimo. Me gusta sentirme bien. Yo converso con Dios y creo que todo lo que sucede en mi vida está bien. Realmente creo que el destino me quiere y que todo lo que hace por mí está bueno. Después de todo, agradezco haber estado preso en ese lugar. Ese día, cuando desperté, lo agradecí. Después me puse de mal humor porque sentía que me estaban tratando como a un perro.
Apareció un tipo. En ese momento no podía asegurar que fuera el mismo que el primer día me había mandado a encuerarme. Luego supe que sí. Ese tipo vino con muy mala forma. Celda por celda le decía a la gente que venía una visita, que había que limpiar, ponerse un pijama, arreglarlo todo y pararse al lado de la cama a esperarla.
Ese mismo tipo había pasado alguna vez mientras estuve allí, pero como yo estaba solo y en la última celda, no había llegado a mí. “Tal vez ni llegue hasta aquí, así que no voy a coger lucha con eso”, pensé.
Repetía lo mismo celda por celda, como si todo el mundo no lo hubiera escuchado desde el primer momento. Llegó a mi celda. Yo estaba acostado. Me pasé todo el tiempo acostado. Tirado en la cama, normal. Pensando en un poema. Pensando cosas. Ahí, en mi talla. Me hice el dormido.
Ese tipo llegó y empezó a gritarme:
—O’e, ¡despiértate!
Yo me hice el loco y no me desperté. El tipo siguió ahí poniéndome el dedo hasta que me reviré y me levanté con tremendo empingue y le dije:
—O’e, ¿qué despiértate de qué? Yo tengo 39 de fiebre. ¿Tú estás loco? ¿Cómo me vas a gritar de esa manera?
Me gritó que tenía que limpiar y ponerme el pijama.
—¿Qué pijama, loco? ¿A mí no me han dado ningún pijama? ¡Me están faltando el respeto! ¡Están violando todos mis derechos! ¡No tengo cuchara! ¡El médico no ha venido!
Él no me escuchaba porque hablaba a la misma vez. Hablábamos al mismo tiempo.
—Para que tú me mandes a limpiar la celda tienes que respetar mis derechos, ¿qué te pasa?
Se alteró más. Yo también me alteré más. Se puso muy bravo:
—¡Tú vas a ver ahora! ¡Te vas a embarcar! ¡Ya te embarcaste!
Me relajé y le dije:
—Mira compadre, al final tú lo que estás es to’ caga’o porque esto se te va a caer arriba.
Se estresó más y empezó a gritar:
—¡Te voy a entrar a golpes! ¡Yo no le tengo miedo al coronavirus! ¡Tú eres míooo! ¡Ahora te vas a quedar aquí un bultón! ¡Tú eres míooo! ¡Tú vas a ver cómo te voy a coger! ¡Si voy pa’ dentro te voy a despingar to’!
Todo eso delante de los presos. Tremendo rato ahí inflando. Y yo relajado. Él estaba en esa talla y yo me senté y me puse a meditar hasta que se piró. Entonces vino un preso, Yimy, a limpiar mi celda. Como yo había dicho que no iba a limpiar él mandó a Yimy –el que repartía la comida. Realmente el Yimy es un buen amigo que hice allá adentro.
No sé si él mandó al Yimy a darme una muela. El Yimy vino con muy buena talla y me explicó que llevaba diez años preso. Le habían echado dieciocho por asesinato. Un muchacho de 33 años. Llevaba diez años allí y me empezó a contar las cosas que había visto. Me contó que había visto a policías matar a presos:
—Los padres de esas personas que matan no se enteran de que los mataron. No se entera nadie. Yo los conozco, te entrarán a golpes –me dijo.
Ese con el que me había fajado era Cruzata, el jefe de la prisión. Otros presos me dijeron que era boxeador y fanático a las peleas de gallos. Creo que es de Güines.
—Va a venir con otros policías y te va a entrar a golpes. Después van a poner en un papel que eres contrarrevolucionario y te van a echar un bulto de años. Te equivocaste. Metiste la pata. Te embarcaste. Te voy a hacer un favor. Voy a hablar con él. Le voy a decir que tú estás arrepentido. Que venga, que tú le vas a pedir disculpas.
—Sí, está bien, haz eso.
Efectivamente, el tipo vino y le pedí disculpas. Me dio tremenda muela.
El jueves mi PCR dio positivo. A Mario también le dio positivo.
Ese día todos los presos que estaban al lado de mi celda se fueron. Quedaron tres. A mí y a Mario nos pusieron en una misma celda con ellos porque éramos todos positivos. Después entró otro preso que se llama Alexander. Realmente me gustó que me pusieran en esa celda con otras personas para poder conversar.
En esa celda estábamos Genaro, el Chino, otro consorte que no recuerdo el nombre, Alexander, Mario y yo. Para ser exactos, Alexander llegó una hora después que nosotros. Tengo la sospecha de que era un chivatón, pero eso no lo podría confirmar.
Genaro estaba ahí por un delito que se llama “aprovechamiento de las carnes”. Un caballo que él había comprado y alimentado se le murió y fue a despellejarlo –qué sé yo en realidad lo que se hace para poder cocinarlo– escondido. Y parece que hubo un chivatazo. Eso contaba él. Estaba esperando el juicio. Le pueden pedir de tres a cuatro años por eso.
El Chino estaba por “propagación de epidemia”.
Nos llevábamos bien. Nos siguieron poniendo el interferón. Estábamos bien.
Lo más grave que sucedía en ese momento era el no saber. No sabíamos nada. No sabíamos si estaban soltando a la gente. No sabíamos si estaban metiendo a más gente. No sabíamos nada del resto de nuestros amigos. No sabíamos lo que estaba pasando en la calle. Yo sabía que mis padres estaban luchando para que yo saliera de allí, pero no sabía la presión pública que había. No sabía si les habían hecho algo a mis padres. Imagínate tú. Teníamos mucha incertidumbre.
Mario estaba muy consciente de que no nos iba a pasar nada. Yo le decía que nos podían torturar, echar un año o cualquier otra cosa. Él se estresaba mucho y me decía que no, que esta no era la policía batistiana.
—Asere, esta gente está fula –le decía.
Viernes 16. Quinto día de arresto en la “prisión del sida”
El viernes me pusieron el último interferón. Estuve leyendo una biografía de Antonio Gramsci que encontré allí en la celda.
Sábado 17. Sexto día de arresto en la “prisión del sida”
El sábado por la noche sabíamos que la prisión estaba muy llena de gente. La ventana de nosotros daba a otro edificio, donde había un comedor que estaba vacío todo el tiempo. Cuando se llena la prisión meten a la gente ahí. Por la ventana vimos a un muchacho en ese lugar.
—O’e, ¿qué bolá?
—Soy de aquí de San José, me trajeron hoy pa’cá.
—¿Y por qué?
—Por lo de las manifestaciones. Estaba muy normal en mi casa, me cogieron y me trajeron pa’cá.
—¿Y qué bolá? ¿Cómo estás?
—Aquí, asere, me entraron a golpes.
A ese muchacho lo desnudaron y le mandaron a hacer cuclillas. Eso lo hacen para revisarte. Ellos saben que uno no anda con cuchillas metidas en el culo ni nada. Ellos saben que uno no es un delincuente. Ellos te mandan a desnudarte para humillarte. Y te mandan a hacer cuclillas para humillarte.
Nos contó que cuando estaba en cuclillas le mandaron a gritar “¡Viva Fidel!”. Nos partimos de la risa porque Fidel está muerto hace cuatro años, ¿no? Una cosa muy ridícula. Ellos mismos ridiculizan a su figura.
—Yo no voy a gritar “Viva Fidel” –les dijo el muchacho a los policías–. No me da la gana. No es obliga’o.
Por eso los policías le empezaron a dar golpes con el puño por la frente.
“Gritamos «¡Viva Fidel!» y después nos mandaron a gritar «¡Abajo el Bloqueo!». Gritamos «¡Abajo el Bloqueo!». Entonces nos levantaron en peso y nos dieron empujones”, nos contó.
Llevábamos días escuchando el “¡Viva Fidel!”, pero no sabíamos de dónde venía. Pensábamos que lo gritaban los militares. Todos los días escuchábamos que gritaban “¡Viva Fidel!” un bulto de veces. Al ratico el chamaco desapareció. No supimos más nada de él.
Yo estaba bien hasta ese momento, pero me puse nervioso. Además, al otro día salía mi PCR. Si salía negativo no sabía para dónde me iban a llevar. Quizás para El Técnico. Todos los presos ahí decían que en El Técnico no te daban golpes. A mí me dieron tonfazos. Tal vez El Técnico era una buena opción. Quedarse ahí era una locura.
Esa gente no se acercaba a nosotros porque teníamos coronavirus. Los únicos que se acercaban eran los presos que nos traían la comida.
Domingo 18. “Si algo nosotros tenemos es bomba”
El domingo me desperté un poco nervioso. Al mediodía llegó un muchacho y me dijo que era de Bejucal, que vivía a una cuadra de mi casa. En ese momento no lo conocí porque tenía la cara deformada. Me dijo que cuando llegó a la prisión lo bajaron del carro y le cayeron a golpes por la cara. Le cayeron a piñazos, con el puño contra la cara, entre cinco policías. A él lo cogieron porque lo identificaron en un video. Un muchacho de 19 o 20 años. Es un niño.
Después trajeron a otro muchacho también de Bejucal y también lleno de golpes. De 17 años.
Ese para mí fue el verdadero momento crítico. En ese momento le pedí a Dios que por favor me sacara de ahí y que acabara con esta dictadura.
A las dos horas llegó el médico y me dijo que firmara un papel. Me dijo que era mi liberación. Firmé el papel. Me metieron en un carro y me trajeron hasta aquí, hasta la puerta de mi casa. Me soltaron sin fianza. Me dijeron que estoy en prisión domiciliaria.
Si algo nosotros tenemos es bomba. No como esa gente, que son unos animales muertos.
*Este testimonio es el resultado de una entrevista realizada por Edgar Ariel a Abel González Lescay.